Los Verdaderos Objetivos del Temple
Los verdaderos objetivos del Temple fueron renovar el cristianismo sobre bases completamente distintas a como lo venía haciendo la Iglesia de Roma. Eso podemos saberlo por los documentos y demás fuentes auxiliares de la historia.
En los tiempos de Jesús, muchos judíos creían que la venida del Mesías era inminente y que la dinastía davídica iba a ser restaurada por el resh galutha o, en griego castellanizado, Exilarca, que era el heredero de los derechos dinásticos de David. En Israel existían dos dinastías paralelas: el Mesías de David (el Exilarca), que representaba la realeza, y el Mesías de Aarón, o Sumo Sacerdote, que representaba el sacerdocio.
El Mesías rey y el Mesías sacerdote estaban estrechamente vinculados. Ese es el origen último de esa persistente asociación de dos hombres que siempre se ha detectado en los Templarios, y a su vez en los Calatravos, como ocurre en su sello, erróneamente interpretado como símbolo de la pobreza de la Orden.
Jesús era el Exilarca. En realidad, era hijo de Judas de Gamala, también conocido como Judas el Galileo, famoso caudillo judío ejecutado por los romanos cuando la rebelión del Censo, en el año 6. Éste, a su vez, era hijo y continuador de Exequias, también ejecutado. Es decir, Jesús era de sangre real y descendiente de David.
Sus más incondicionales seguidores eran los nacionalistas zelotes, la facción política de los esenios, unos fanáticos integristas que aspiraban a expulsar al gobierno títere prorromano e instaurar la casa de David. Jesús, como descendiente de éste, representaba el poder temporal, la realeza; mientras que Juan el Bautista, como descendiente de Aarón, representaba al poder espiritual, el Sumo Sacerdocio.
Jesús, consciente de su rango, aspiraba a ser reconocido como el Mesías, e iba haciendo lo posible para que se reconocieran en él las profecías. Los Evangelios, incluso, lo declaran con la mayor ingenuidad: «Esto tuvo lugar para que se cumpliese la profecía» (Mateo, 21, 4) se refiere a Zacarías, 9, 9. Cuando Juan lo bautizó, el acto equivaldría a su investidura real. Juan el Bautista tenía el sagrado deber de apoyar al rey Jesús.
Cuando Herodes comprendió que su trono estaba en peligro, eliminó a Juan (ordenó cortarle la cabeza) lo que no hizo más que robustecer a Jesús.
Esto puede explicar porque los Templarios abrazaron las doctrinas de los seguidores de Juan, pero paralelamente admitieron la de esa extraña iglesia petrista, la de los seguidores de San Pedro. Aquel Pedro era caudillo de uno de los grupos de zelotes seguidores del Bautista.
Pedro era un hombre de acción y no de doctrina. Los suyos, unidos a otros grupos extremistas entraron subrepticiamente en Jerusalén con ánimo de desencadenar una revolución, en la época de la Pascua. Tanto si participaba como si se mantenía al margen, lo sabido es que Jesús estaba en Jerusalén aquella Pascua.
No parece que hubiera acudido a la convocatoria de Pedro, si la conoció, pero en cualquier caso los resultados fueron los mismos: Jesús se vio implicado en la sublevación y figuró entre los capturados y ejecutados.
Los Evangelios se escribieron mucho después de morir Jesús y son obras de tercera y hasta cuarta mano, tremendamente censuradas. No obstante, a través de los escritos del Nuevo Testamento es posible seguir la pista de los hechos más importantes.
A la muerte de Jesús, Pedro se hizo cargo del grupo y le dio una orientación religiosa y espiritualista, es decir, en cierta forma se convirtió a las ideas de Jesús.
Pedro, el hombre de acción fracasado cambió de parecer. Pero a poco se produjo una división entre los partidarios de Jesús: por un lado, los renovadores; por otro los tradicionalistas, que no querían cambiar nada. Entonces apareció Pablo, San Pablo, el verdadero creador del cristianismo.
Pablo suprimió al Jesús histórico y se inventó al Jesús celestial, que la Iglesia ha venido administrando desde entonces. Creó una religión completamente nueva basada en el pensamiento grecorromano, las tradiciones paganas y los elementos mistéricos. También inventó la divinidad de Jesús para satisfacer al mundo romano, que estaba acostumbrado a deificar a sus gobernantes.
Jesús dejó de ser el depositario de la estirpe de David para ser Dios mismo encarnado. Y copiaron con toda desfachatez los mitos de las religiones populares: hicieron creer que había nacido de una virgen y que había resucitado después de muerto. Y ocultaron que Jesús había estado casado y que tenía hijos.
Los jesuitas de San Pablo fueron creciendo durante dos siglos a la sombra del Imperio Romano. Los petristas y los juanistas tuvieron menos suerte, quedaron reducidos a grupos meramente testimoniales que, no obstante, mantendrían encendida la antorcha de la legitimidad del Exilarca. Y en la Diáspora que sobrevino después de la destrucción de Israel por los romanos, los herederos de Jesús, los transmisores de los derechos dinásticos del Rey del Mundo, se dispersaron también fuera de Israel y fueron a parar al sur de Francia.
Cuando los Templarios se establecieron en Tierra Santa entraron en contacto con diversas sectas judías, islámicas y cristianas, entre ellas las cristianas de San Pedro y de San Juan, estos últimos también conocidos como mandeístas cristianos. Lógicamente, a la Iglesia nunca le ha interesado que ciertas cosas se divulguen, pues los mandeístas tenían a Juan, y no a Jesús, por el Mesías esperado. Las dos sectas, petristas y juanistas, eran muy distintas, pero coincidían en oponerse frontalmente a la paulista, es decir, a la Iglesia oficial.
A través de estos grupos (y quizá también de los gnósticos y de los cátaros) los Templarios descubrieron que el cristianismo es una fábula urdida por San Pablo y los suyos, y que el Jesús que presentaban los evangelios autorizados nunca existió, que el verdadero fue un luchador y un revolucionario completamente distinto del oficial, y que la Iglesia ha manipulado y ocultado la verdad y se ha servido de ella.
Naturalmente, incluso dentro de la orden templaría esta doctrina secreta nunca trascendió del seno reducido núcleo de iniciados; los templarios de a pie continuaban siendo católicos y adorando al Cristo oficial, como cualquier cristiano de aquel tiempo. El tan mencionado (en las acusaciones contra el Temple) desprecio a la cruz al que se obligaba a ciertos neófitos templarios puede aludir a la ceremonia que servía a los iniciados para escoger nuevos miembros susceptibles de ser catequizados para la sociedad secreta, y vendría a representar la negación del Cristo oficial.
Los Templarios, como continuadores del petrismo, sabían que ésta erala verdadera Iglesia de Jesús. Pedro era Simón Cefas: kêpha significa roca o aguja de piedra, y kipahâ es la rama de palmera, la rama del tronco de Jessé. En Mateo 16, 18 hay que leer: «Tú eres Kêpha (roca) y de ti haré kipahâ (rama de palmera, símbolo de la victoria)».
Éste es el sentido esotérico que se pierde en la traducción del arameo al griego y luego al latín. En cuanto a las dos llaves de oro y plata de su blasón, usurpadas también por la Iglesia oficial, significaban lo esotérico y lo exotérico, la doctrina aparente y la profunda, él tiene la llave del secreto.
El Pedro templario fue especialmente San Pedro ad vincula, el de la cadena, que en las leyendas sufre prisión, como Juan el Bautista. Uno y otro se asocian al signo de la Tau, porque son héroes sagrados. A nivel simbólico, el Pedro de los Templarios y Calatravos se identifica con el Anciano de la cábala, es decir, el Baphomet, la sabiduría heredada.
Los miembros del Temple, al abrazar la doctrina petrista, se hicieron pedros: por eso, en una de sus ceremonias iniciáticas se rebajaban como el Pedro histórico y negaban a Jesús tres veces.
La nueva sociedad secreta surgida en el seno de la Orden oficial, veneraba al Dios de la Sabiduría, (un dios común al judaísmo y al islam, y por supuesto al cristianismo, que se consideraba simplemente como una derivación del judaísmo) y con maestres ocultos, surgieron enseñanzas esotéricas y objetivos confidenciales.
Fue suficientemente importante como para desarrollar una estrategia a largo plazo cuyo objetivo era implantar la paz universal bajo la égida de la dinastía davídica.
A través de la dominación del mundo, los templarios aspiraban a la abolición total de las guerras, de las desigualdades y a la extirpación del odio predicado por las religiones. Pretendían instaurar la sinarquía, el reino de la razón, de la caridad, del amor. En definitiva, el Reino de Dios de las profecías bíblicas.
En esto estaban cuando apareció para su desgracia, como ya sabemos, la figura de Felipe IV de Francia. El monarca, arrinconado por las deudas y ante el creciente poder del temple, (que empezaba a constituir un estado dentro del Estado y una iglesia dentro de la Iglesia), decidió deshacerse de los Templarios y quedarse con todas sus posesiones, por la cual fueron acusados basándose en tergiversaciones de sus ritos secretos.
Está claro, que hubo alguna filtración o que algún miembro de la sociedad secreta se «fue de la lengua», quizás algún templario arrepentido por la negación de Cristo y la oposición al catolicismo (basta recordar la gran influencia de la Iglesia en aquellos tiempos, en todos los aspectos de la vida).
El caso es que esto le vino de perlas al rey francés y sus secuaces, quienes mediante tortura lograrían arrancar confesiones a algún miembro de la secta secreta.
Conviene incidir en dos puntos:
Primero: no todos los templarios certifican las acusaciones a las que son sometidos, algunos niegan hasta la muerte su culpabilidad. Estos podrían ser los templarios «normales», que ignoraban del todo hasta adonde habían llegado algunos de sus semejantes.
Segundo: conviene recordar que, al principio, el Papa Clemente V y la Iglesia de oponen al prendimiento y juicio de los miembros del Temple, ya que estos eran, después de todo, el ejército del Pontífice. Esta oposición inicial es reveladora, pues es probable que la Iglesia y el propio Papa, a pesar del poder y la presión de Felipe el Hermoso, nunca hubiesen aceptado el tratamiento dispensado al Temple de no ser porque algo de peligro contra sus propias bases vieron en el «asunto».
En Italia, los Templarios también fueron torturados por orden vaticana, y después de esto fue decretada su disolución. Algo sabía el Temple que no interesaba que se supiera. Y lo malo para la Iglesia no era que los Templarios fueran conscientes de su secreto, sino que estaban dispuestos a combatirlo. Había que deshacerse del Temple, a toda costa. La hoguera les proporcionó el remedio, corría el año 1314.